El otro “campo”, el que desaparece por la soja

Escrito por el 15/08/2008

Los cada vez mayores conflictos de tierras en el norte de Argentina demuestran que la constante expansión de la frontera agropecuaria,  principalmente para la producción de soja y ganadería (que en gran medida fue “corrida” hacia el norte también por la soja), impacta fuertemente sobre las comunidades campesinas e indígenas.

Desde hace miles de años los pueblos originarios viven en armonía con bosques y selvas; manteniendo el orden de la naturaleza, la pureza del agua y del aire, sin contaminar ni causar erosión de los suelos.
Las comunidades indígenas en general siguen viviendo de la naturaleza de un modo sustentable: no la destruyen en áreas enormes, sino que dejan la mayor parte del terreno en estado silvestre con todas las especies de animales y vegetales propias de cada área.
Se calcula que en nuestro país viven actualmente entre 450 mil y más de un millón de indígenas pertenecientes a más de 20 etnias. Muchos aún permanecen en el entorno natural que los vio nacer, pero muchos otros han tenido que emigrar a las ciudades, en la mayoría de los casos por la creciente devastación de sus fuentes de subsistencia e identidad.
A partir de la década del 90 nuestro país sufre un fuerte impulso de la deforestación, favorecido por la inversión en infraestructura, los cambios tecnológicos (la introducción de los transgénicos y la siembra directa) y el contexto internacional, que generó uno de los procesos de transformación de bosques nativos de mayores dimensiones en la historia del país.
Según datos de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos las áreas dedicadas a la producción de soja en nuestro país pasaron de 5.088.00 hectáreas en la campaña 1992/1993 a 16.660.000 hectáreas en la campaña 2006/2007.
Así, al proceso de degradación del bosque que producía la tala indiscriminada se le sumó un fenómeno aún peor: el desmonte con maquinaria pesada en búsqueda de nuevas tierras para ampliar la frontera agropecuaria, principalmente para la producción de soja y ganadería (que en gran medida fue “corrida” hacia el norte también por la soja).
Los números de la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación son elocuentes: en el período 2002-2006 la deforestación de todo el país fue de 2.295.567 hectáreas, lo que implica un alarmante promedio de casi 300.000 hectáreas al año, lo que equivale a la desaparición de 1 hectárea de bosques cada dos minutos.
Pero el fenómeno de la “sojización” puede avanzar aún más ya que actualmente están en marcha varios proyectos de producción a gran escala de biocombustibles, principalmente a base de soja, que implicarán una nueva presión para habilitar nuevas tierras para cultivos, impulsando aún más la agricultura sobre áreas boscosas: las plantas en construcción y proyectadas de aquí al 2010 alcanzarán una producción de más de 4 millones de toneladas por año, por lo que se estima que este nivel de producción demandará, al menos, 9 millones de toneladas más de soja.
Lo cierto es que la deforestación impacta directamente sobre las comunidades indígenas y campesinas que históricamente habitan y utilizan esos bosques; y que tras el paso implacable de las topadoras pierden su forma de vida y sustento, cayendo en la pobreza extrema.
Lamentablemente son numerosos los ejemplos del avance del desmonte en zonas habitadas en base a la poco clara y efectiva protección que tienen los pobladores tradicionales, ya que la gran mayoría no ha podido obtener la titularización de las tierras que habitan desde hace muchos años.
Debido a esto, son cada vez más los casos donde los conflictos en torno a la tierra terminan dirimiéndose por la fuerza, en donde es frecuente la aparición de guardias “parapoliciales” bajo la orden de los empresarios.
Así, en la mayoría de las provincias del norte de nuestro país los desmontes y desalojos se han venido realizando amparados en un escaso control, muy débiles exigencias en el otorgamiento de permisos y desidia para actuar frente a las denuncias realizadas por pobladores y organizaciones sociales.
Además, con el avance hacia el norte del modelo agroexportador mecanizado comenzaron a desaparecer muchas explotaciones de pequeños productores, el trabajo en el campo comenzó a escasear para los peones rurales, muchas familias comenzaron a alquilar o a vender sus tierras, y muchas otras fueron directamente expulsadas, pasando a engrosar los cordones de miseria de las grandes ciudades. 
En un informe recientemente publicado titulado “El avance de la frontera agropecuaria y sus consecuencias” por la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación se afirma que “debe tenerse en cuenta que las explotaciones mixtas e intensivas son las que arraigan a los productores y sus familias a la tierra. La descontrolada “agriculturización” motivada por el cultivo de soja, fue desplazando a los productores e hizo que abandonaran sus chacras, tambos, y pequeñas producciones regionales de alto interés social, que daban fisonomía a un campo diversificado y con una sólida estructura socio-cultural y que debieran refugiarse en los centros poblados, mudando de actividad los que pudieron y los que no padecen el desempleo, la pobreza y la marginalidad.”
El mismo informe advierte que “los monocultivos, como el de la soja, originan desequilibrios agro-ecológicos; tales como, entre otros: perdida de capacidad productiva de los suelos, mayor presión de plagas y enfermedades, cambios en la población de malezas, mayor riesgo por contaminación con plaguicidas, etc.”
Pero frente a este modelo de producción a gran escala para la exportación, de acumulación y concentración de la tierra, de contaminación y de deforestación, son cada vez más los campesinos e indígenas que en nuestro país se organizan en diferentes movimientos y agrupaciones para defender su derecho a la tierra.
Se trata de ese otro “campo” que parece no importarle ni a las cuatro entidades ruralistas que conforman la Mesa de Enlace, ni al Gobierno, ni a los grandes medios de comunicación: son más de 500.000 familias que aún resisten a través de la agricultura campesina e indígena, manteniendo un potencial capaz de desarrollar procesos y tecnologías sanas de producción de alimentos para la población argentina, pero que están desapareciendo por el avance de la soja.
 
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