Escuelita VII: “en este mundo que no es el que soñamos, se reafirma el sentido que tenía nuestra lucha”
Written by El Zumbido on 15/04/2021
Este miércoles, en el séptimo juicio contra genocidas del Alto Valle de Río Negro y Neuquén, declararon Gladis Sepúlveda y Élida Sifuentes por los casos de estudiantes y docente de Trabajo Social secuestradas en junio del 76 y aún desaparecidas. Si bien ellas fueron presas políticas del estado terrorista en la última dictadura cívico, militar, eclesiástica y económica, sus situaciones fueron abordadas en otros tramos de esta causa desmembrada en siete partes. También comenzó a ventilarse la desaparición de Carlos Shedan, secuestrado mientras iba a buscar a su compañera e hija a quienes un operativo se había llevado de su casa unas horas atrás y aún desaparecido.
“Tengo la edad que tendrían mis compañeras desaparecidas”
Élida Sifuentes comenzó a declarar indicando que a sus 66 años tiene la edad que tendrían aproximadamente Alicia Pifarré, Cecilia Vecchi, Arlene Seguel, Mirta Tronelli y Susana Mujica, sus compañeras desaparecidas sobre las que nunca más nadie dio una respuesta.
“A todas las conocía de la carrera de Trabajo Social en la que estudiaba, excepto a Alicia que estudiaba letras y a Susana que era docente”, señaló. Ingresó a la universidad en 1973, cuando se había nacionalizado esa institución.
Hacía poco había retornado la democracia y “en nuestra profesión se había dado lo que se conoce como el proceso de reconceptualización del Trabajo Social, ubicando al trabajador como un agente de cambio que debía acompañar proceso de organización y concientización”. Contó que “había ingresado el pensamiento crítico, entonces, por ejemplo, analizábamos ‘El Capital’ (de Karl Marx) y estudiábamos los procesos de liberación latinoamericanos y del mundo” y eso llevó a empezar a entender “los motivos de la pobreza como producto de una injusticia producida por un sistema”.
“Para nosotros ir conociendo no era suficiente, entonces nos sumamos a la propuesta del Partido Revolucionario de los Trabajadores y así fue transcurriendo nuestra vida de estudiantes, formándonos profesionalmente y también militando”, enmarcó Sifuentes: “esto duró nada más que tres años; en el ’75 ya comenzó la situación con las Tres A y particularmente en la universidad empezaron las restricciones”.
“Y llegó marzo”, recordó Élida Sifuentes: “y llegó junio”. Ese junio en que la secuestraron a ella y a otrxs y se llevaron a compañerxs que nunca más regresaron. Ese junio que quebró una lucha y un montón de vidas en la región.
“Lo primero que supimos fue que habían detenido a Cecilia (Vecchi) y a Susana (Mujica), lo supimos porque teníamos clases de noche y creo que fue Mirta (Tronelli) la que apareció en las escalinatas y nos dijo”, recordó: “nos quedamos impactados, desolados; yo tenía mucho miedo, pensaba: pueden venir por mí”.
“Y vinieron”.
“La madrugada del sábado 12 de junio, golpearon la puerta de mi casa, mi mamá salió a atender, escuché que preguntaban por mí, mi mamá empezó a llorar, así que me vestí, salí y el living estaba lleno de personal del ejército y de la policía (de la provincia de Neuquén) con armas largas”, contó: “me llevaron a la comisaría de Ministro González y Olascoaga (Comisaría 1ra), me hicieron firmar, me llevaron a la U9 y me tuvieron incomunicada; a las únicas que veía era a las celadoras y por ahí venía algún médico”. Su familia se enteró de que estaba detenida ahí y le llevaban alimentos.
“El martes a la tarde me vienen a buscar y me dicen que me voy, me hacen salir y estaban Gladis Sepúlveda, Eva Garrido y Raúl González, todos nos miramos con mucha sorpresa de encontrarnos ahí”, relató: “abren la puerta de la U9 y nos hacen salir, ahí veo que había todo un despliegue, nos suben en un celular, nos ubican en las celditas y parten en dirección oeste muy rápido”.
“Cuando abren la puerta del celular, lo primero que veo es un avión verde en marcha, fue lo único que vi porque inmediatamente me vendaron los ojos muy fuerte”, remarcó Sifuentes: “ahí tengo la idea de que me encadenan, me levantan rápidamente, me tiran en el avión, hay amenazas, nos decían que éramos guerrilleros y nos iban a tirar al monte o al mar”.
Define el viaje como “ni muy corto ni muy largo” y que cuando llegaron lxs tiraron en un camión en el que lxs llevaron a un galpón: “nos ataron entre nosotros, estábamos permanentemente vigilados, no podíamos ver ni decir nada”.
“Perdí la noción del tiempo”, aseguró la ex presa política: “en un momento me llevaron a un lugar, me desnudaron, me ataron en una camilla, me hicieron preguntas, no sé cuánto pasó”. Le preguntaron sobre todas sus compañeras. Señaló que “había uno que se hacía llamar ‘el tordo’, con actitud conciliadora, con tono diferente a la brutalidad del resto”.
“Después me sacaron, me subieron a un auto, me volvieron a trasladar y me ingresaron a un lugar cerrado donde había olor a encierro y olor a cigarrillo, me dijeron que no había camas, entonces me hicieron sentar en el piso y me ataron a un caño, me hicieron acostar y me dieron una frazada, seguía vendada y encadenada”, recordó Sifuentes. También recordó que le pusieron una tela adhesiva en la frente y le dijeron que “no me la saque por nada del mundo”, con el tiempo se fue despegando y la guardó en su bolsillo: recién cuando llegó a la cárcel la miró y era una cinta blanca que decía en letras imprenta: “derecho”.
“Tenía un guardia mirándome todo el tiempo”, aseguró: “en un momento, yo no sabía quién estaba al lado mío y no quise comer el pan y se lo ofrecí y él me golpeó y me dijo: ‘comunistas acá no’, permanentemente estábamos vigilados”.
La mujer, ex militante del PRT, contó que había escuchado a Mirta Tronelli y reconocido su voz: “le pregunté cómo estaba y me respondió bajito que bien, después nos cruzamos y me dio palabras de aliento”.
Recordó a una mujer que lloraba mucho y a la que insultaban “por ser judía”.
Sifuentes contó que algunas noches llegaban dos hombres jóvenes que parecían ser de un rango mayor y se hacían llamar “laucha” y “lagarto”, que “intentaban generar un espacio distendido, hacían bromas, preguntaban, hacían participar”. Recordó que en una de esas intervenciones, Alicia cantó “El cautivo de Til til”, de Patricio Manss. Y Élida Sifuentes empezó a cantar frente al tribunal en la sala: “dicen que es Manuel su nombre y que se lo llevan camino a til til”.
“Me acuerdo que cantó la canción entera. Nunca más la oí a Alicia. Tampoco a Mirta”.
Pasaron los días y la trasladaron junto a Gladis Sepúlveda (que también declaró en esta audiencia) a la cárcel de Villa Floresta y la notificaron de que estaba a disposición del poder ejecutivo desde el 23 de junio: “mi familia me venía a ver y me contaban que las familias de Cecilia y de Mirta les pedían que si las chicas llegaban a la cárcel les avise enseguida”.
Estuvo ahí hasta diciembre y después la trasladaron a la cárcel de Devoto, donde estuvo hasta diciembre de 1981, cuando le dieron la libertad vigilada: “en todos esos años no aparecieron mis compañeras”. Recordó que “cuando había ingresos todas nos agolpábamos esperando que sean las compañeras, yo las esperaba a todas porque sospechaba que nos habían llevado a todas”.
A Sifuentes le consultaron también por Carlos Schedan (sobre quien en la misma audiencia declaró Jacqueline Bourgin) y dijo que supo de él a través de Virginia Recchia, con quien estuvo detenida en la cárcel: “ella contaba que quienes la detuvieron creían que estaba embarazada, entonces le picaneaban la panza”.
En cuanto a lo que significó el cautiverio siendo mujer, la ex militante del PRT, presa política y trabajadora social, se refirió a “el trato, el manoseo, el abuso, que después hablando con las compañeras nos pasó a todas, en mayor o menor medida, y con gravedad seria, llegando a violaciones” y también a las cosas que les decían por su género: “para qué te metés en esto, andá a hacer otra cosa, buscate un novio”, entre otras.
Para Élida Sifuentes, que mantiene viva a la luchadora que fue, ser sobreviviente del genocidio implica “primero un gran compromiso con las compañeras y compañeros con quienes compartimos un proyecto, una mirada del mundo, y también un compromiso con la historia, con las nuevas generaciones, porque uno se pregunta qué es la memoria, y yo creo que la memoria nos permite entender el presente”. Sostuvo que “por doloroso que sea, no podemos dejar de ponerle palabras a lo que pasó en la oscuridad”.
Finalizó su testimonio manifestando “mi profundo deseo de que los militares dejen de llevarse a la tumba este pacto de silencio y que algunos de ellos diga antes de morir que hicieron con los compañeros y compañeras”.
Tras la audiencia, la trabajadora social, ex militante del PRT y presa política, dijo a la prensa que “no es fácil volver a recorrer el camino para recoger todo lo que una recuerda y que puede aportar a esclarecer y dar pruebas de la atrocidad que se ha hecho, que en parte la vivimos quienes sobrevivimos, pero que hacer desaparecer a las compañeras y compañeros es de una crueldad inconmensurable”. Reforzó la importancia de “ponerle palabras a eso que ellas no pueden, que se pueda hacer justicia por esa crueldad es un compromiso que una asume porque la historia hace que uno tenga que decir lo que pasó, y no solo por hacer justicia, sino porque mantener viva la memoria tiene que ver con el presente: recordar y conocer hechos del pasado nos permiten entender el presente”.
Sifuentes aseguró también que “hoy más que nunca está claro, con todo lo que pasa, con el incremento de la pobreza, de la gente sin vivienda, de los niños que mueren de hambre y cosas que no veíamos en aquel momento, que luchábamos más bien en contra de la explotación, y hoy hay más necesidad de luchar por otras cosas, como es la defensa del medioambiente, por ejemplo, la protección de las tierras que les quitaron por primera vez a nuestros hermanos originarios y que hoy las siguen quitando; esto da cuenta de cuán justa fue nuestra lucha, porque nosotras luchábamos contra el sistema capitalista, teníamos claro que había que transformar desde la base el sistema y construir un poder popular, un estado al servicio del pueblo con una justa distribución de la riqueza”.
“Ponerle palabras a lo que está adentro hace bien y va a estar inscripto en la historia, que aunque quieran borrarla permanecerá en la memoria de los que vivimos”, concluyó: “hoy viendo este mundo que no es el que soñamos, se reafirma el sentido que tenía nuestra lucha”.
“Con las compañeras padecimos un feroz plan de aniquilamiento”
Gladis Sepúlveda abrió su testimonio jurando por lxs 30.000 compañerxs desaparecidxs.
A principio de los ’70 era estudiante de la carrera de Trabajo Social e ingresó como personal no docente. Los planes de estudio cambiaban, eran “épocas de mucha participación activa del estudiantado en los distintos reclamos de la comunidad, era un movimiento estudiantil muy solidario: la consigna era trabajadores y estudiantes, unidos y adelante”.
Contó que en el marco de una serie de proyectos que tenían con profesorxs nuevxs que habían ingresado a la universidad, buscaban soluciones para situaciones comunitarias en barrios, particularmente con problemática de viviendas. Es así que organizan un viaje de estudios a Tucumán para conocer e intercambiar con una experiencia cooperativa de allí.
“En 1975, cuando avanza la derecha en el gobierno peronista, mandan como interventor a Remus Tetu; fue nefasto el ambiente que se respiraba porque avanzó un manto negro, un ambiente de mucho temor; trajo la ‘patota de Remus Tetu’ e iban por las casas amenazando profesores para que renunciaban o los iban a hacer boleta”, relató: “nos acusaron a nuestro proyecto de haber ido a hacer apoyo logístico a la guerrilla”.
“El centro de estudiantes era muy activo y lo integraban casi todos los estudiantes”, recordó Sepúlveda: “cambiamos de aspirar a ser buenas profesionales a entender que para cumplir otras estructuras de trabajo social los cambios debían ser políticos; de ahí optamos por militar en el Partido Revolucionario de los Trabajadores”.
Además de a sus compañeras de carrera, Gladis Sepúlveda recordó a Alicia Pifarré (que estudiaba Letras en el mismo edificio en el que cursaban Trabajo Social) “de la vida universitaria, de las movilizaciones, de las actividades culturales”, a Susana Mujica (docente desaparecida) “que ingresó en el 74/75” y a Héctor Campos (asesinado por genocidas en Tucumán en el “Operativo Independencia”).
El 11 de junio de 1976, “fuerzas de seguridad fueron a mi domicilio y como no me encontraron mis padres dijeron que posiblemente estaba en la escuela, donde no me encontraron porque no había ido, y amenazaron a mi familia con que si no aparecía los iban a llevar a todos”. Era viernes.
El lunes siguiente, Sepúlveda se presentó en la Comisaría N°24 de Cipolletti (parte también del circuito represivo) donde queda detenida e incomunicada. Allí la interrogaron sobre su vínculo con Tronelli y Vecchi, sobre qué literatura compartían, y le aseguraron no tener nada contra ella y cumplir órdenes del V cuerpo del Ejército. “Al día siguiente nos traslada la policía a la U9, me registran y al atardecer me dicen que me voy en libertad, me llevan al hall y ahí veo a otras personas más contra la pared, entre las que reconozco a Élida Sifuentes y Nora Rivera y me llama la atención un señor alto y calvo (el desaparecido Carlos Schedan)”, narró.
“Desde la cárcel U9 nos llevaron a otro lugar, después supe que era un avión”, continuó la ex presa política: “nos insultaban, nos pedían información diciendo que éramos militantes del PRT y nos amenazaban con tirarnos en la selva tucumana”.
La mujer recordó que una vez en tierra “nos suben a un ferrocarril, nos tiran ahí como bolsas de papas y arranca un trecho, varias cuadras; allí nos bajan, nos dan un empujón y quedamos todos amontonados, después de ahí nos van separando, nos ponen contra la pared y nos dicen que nos van a fusilar, pero no nos fusilaron, y nos dicen que nos van a llevar a la sala de tortura”.
También señaló que no podían atinar ni a acomodarse la venda: “un día me toqué la venda para espiar y me pusieron un arma en la sien y me dijeron que no vuelva a hacerlo porque me volaban la cabeza”.
Sobre los interrogatorios con torturas, Gladis reconstruyó que le preguntaban sobre sus compañeras y le leyeron un listado de personas en la que había alumnxs y profesorxs de Trabajo Social. Indicó que había un señor “con una voz muy especial que hacía el juego del bueno y me aconsejaba que dé la información que sabía para no pasarla mal en la sala de torturas”. Que la hicieron desnudar, que la ataron a una cama de los pies y de las manos y le aplicaron picana eléctrica, golpes y latigazos.
En un momento “escucho una voz que pide agua y era Susana Mujica”, contó: “escuchaba también a Cecilia Vecchi”. En los cambios de guardia “debíamos dar los nombres y escucho que estaban Alicia Pifarré y Mirta Tronelli”.
“Susana Mujica pedía por sus remedios, ella necesitaba remedios porque había dado a luz por cesárea, hacía 10 o 15 días” y recibía como respuesta insultos, “le decían que olía mal y que se dejara de molestar”. Recordó al igual que Élida Sifuentes “el ingreso de una chica que lloraba mucho, ella tenía ascendencia judía porque amenazaban los guardias con hacerla jabón como hacían los nazis”.
Un día escuchó forcejeos y que se llevaban a Mujica y a Vecchi: “no las escuchamos nunca más”. Preguntaron qué habían hecho con ellas y les dijeron que las habían “enjaulado”.
Recordó puntualmente el mismo episodio que describió la trabajadora social que también declaró en esta jornada: Alicia Pifarré cantando “el cautivo de Til Til” (de Patricio Manss) y despertando la furia de los represores que estaban ahí.
“En esos días ingresaron a Mónica Morán (desaparecida), no docente de la UNCO, maestra, titiritera y actriz”, a quien reconoció por la voz: “ella fue la que nos dijo que estábamos en Bahía Blanca”. Contó que un día “la sacaron con forcejeos, quería hablar y le tapaban la boca” y desde ese momento no supieron más de ella.
“Un día nos sacan a Mirta y a mí y nos llevan a un lugar, nos sacan las vendas, estábamos arriba de una tarima, la luz casi no nos dejaba ver, pero alcancé a ver muchos militares y pude ver de cerca el rostro de Mirta Tronelli”, detalló Sepúlveda: “se reían de nuestra estatura”. En el rostro de su compañera vio “sus ojos grandes y sus rastros bonitos, nos miramos asombradas”.
“Alicia Pifarré decía ‘compañeras, ya nos van a llevar a la cárcel y vamos a hacer teatro’, nos levantaba el ánimo aún en esas condiciones”, remarcó. El 24 o 25 Gladis Sepúlveda es trasladada a la Cárcel de Floresta, donde la amenazan con que si hacía la denuncia por las torturas la volvían a la Escuelita: “siempre miraba la puerta esperando verlas entrar y nunca llegaron”.
Más tarde la trasladaron junto a Élida Sifuentes a la Cárcel de Devoto y en 1979 “me echaron del país”, tuvo que exiliarse en Alemania, donde estuvo hasta 1984. Nunca pudo terminar la carrera que tanto le apasionaba.
Por último, la ex presa política reclamó al tribunal la ausencia de los genocidas en la sala: “ellos han tenido el cumplimiento del respeto de la constitución para su tratamiento, cosa que mis compañeros desaparecidos, detenidos no han tenido; entonces, por el sufrimiento que ha sufrido toda esa parte del pueblo argentino, el sufrimiento de no saber dónde están sus familiares desaparecidos, traten de hacer lo imposible para que digan dónde están, donde están los niños que secuestraron, que entregaron en adopción, son delitos muy graves y de mucho dolor que todavía lo seguimos sufriendo”.
“Alcancé a darme vuelta y gritarle ‘Carlos, no te preocupes, tenemos a la nena”
Jacqueline Bourgin declaró desde Buenos Aires por videoconferencia. Era amiga de Virginia Recchia y fue quien recibió a su hija cuando era secuestrada por un grupo de genocidas. Ese mismo día también fue testigo de cómo era ingresado Carlos Shedan (compañero de Recchia y padre de la niña ahora a su cuidado) a la sede neuquina de la Policía Federal.
“A los pocos meses de iniciado el golpe militar, un día, a las 6 o 7 de la tarde, golpean la puerta de mi casa y eran unos siete hombres de uniformes marroncitos o verdes oliva, apuntándonos con armas”, contó la mujer, que en ese momento estaba con su hija de cuatro años y una trabajadora doméstica en su domicilio: “traían a mi amiga Virginia Recchia y ella tenía en brazos a su hija, de un año y medio, la nena prácticamente sin vestir, sin zapatos”. Relató que “mi amiga me alcanzó a decir ‘Jacqueline, me llevan, te dejo a la nena’, y más allá de la sorpresa le dije que sí, que me dejara el número de su mamá para encontrarla y garabateó el teléfono en la mesa”.
Por la noche Bourgin caminó las pocas cuadras que separaban su casa de la peluquería de quien fuera en aquel entonces su marido, un peluquero del centro neuquino que solía atender por su oficio a varios represores: “lo puse al tanto de la situación y me dijo que vayamos a la comisaría a preguntar”. Tiempo después ella supo que “la comisaría” era la sede neuquina de la Policía Federal, que ofició de Centro Clandestino de Detención y Tortura, “era como una casa”.
“Nos recibe un policía y luego un comisario al que le decían ‘el perro’, de apellido Gómez (seguramente la testigo confundió el apellido, en referencia al genocida muerto impune Jorge Ramón González, apodado de esa forma, quien estuvo a cargo de la Policía Federal entre enero de 1975 y diciembre de 1976); mi ex marido no estaba preocupado porque él conocía a toda esa gente porque iban a la peluquería o él iba y les cortaba el pelo ahí”, relató. “El comisario nos atiende en su despacho y nos dice que no sabían nada, que no se podían meter porque era la junta militar la que mandaba”, en una conversación que duró, según contó la testigo, unos quince minutos: “en un momento alguien irrumpe en la oficina del comisario, un policía de civil, diciendo ‘jefe, deme la llave, lo ubicamos, lo tenemos’, se la dio y dijo ‘bueno, tráiganlo’”.
“Yo insistía y el comisario me dijo más firme que no me meta y que ubique a la mamá de mi amiga”, terminó la conversación y salieron de la oficina; al cruzar la puerta vieron que “en la vereda dos policías traían a Carlos Schedan, ahí me di cuenta que al que ‘habían ubicado’ era a él y entendí todo”.
Carlos Schedan Corvalán era militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores, desde 1973 en Tucumán y a partir de 1974 en Neuquén, ya en pareja con Virginia Recchia. En ese año habían sido detenidxs por primera vez en una manifestación y a principios del ´75 la Policía Federal les allanó la casa en la que vivían, a la que el 11 de junio del ´76 llegó un operativo conjunto entre esa fuerza y el Ejército Argentino, buscándolo a él, pero solo estaban Recchia y su pequeña hija Natalia de menos de dos años.
Schedan estaba en Cutral Có por motivos laborales. Los represores allanaron el domicilio y se llevaron detenidas a Virginia Recchia y a Natalia, a quien ante el insistente pedido de la mujer pasaron a dejar por lo de Bourgin. La mujer quedó detenida en la Alcaidía Policial de Neuquén Capital.
Por la noche llegó Schedan a su casa y la encontró abierta y revuelta, lxs vecinxs le contaron lo sucedido. Se dirigió a la sede neuquina de la Policía Federal, donde lo ingresaron al circuito represivo. Como a lxs demás, lo llevaron a la U9 y luego en avión al centro clandestino de detención, tortura y exterminio “La Escuelita” de Bahía Blanca. Allí lo metieron a lo que la mayoría de lxs testigxs hace referencia como “el quirófano”, la sala de tortura, y nunca más salió.
“Fue como una película, llegamos a la mitad del caminito (de la vereda de la sede neuquina de la Policía Federal) y venía Schedan, agarrado por dos policías, su cara era de tremendo asombro y tremendo miedo, tenía los ojos que se le salían, cruzamos miradas y yo alcancé a darme vuelta y gritarle ‘Carlos, no te preocupes, tenemos a la nena’, mientras él entraba y mi ex me tiraba de la manga y me decía ‘vamos’”, continuó relatando Bourgin. “Nunca más supe de él, ni nosotros ni la mamá de mi amiga, ni mi amiga que la soltaron unos años después, nunca más nadie supo de él”, aseguró.
Una semana después, la mujer pudo ubicar a la madre de su amiga, que vino desde Trelew donde vivía para ocuparse de la niña y emprender la búsqueda de su hija: “ahí empezó nuestro derrotero, íbamos caminando hasta el Comando, nos recibía una autoridad del comando al que le explicábamos la situación y nos decía que no sabía nada, que estábamos equivocadas y que ahí no pasaba nada, nos decían que fuéramos a la cárcel (aquí la testigo parece hacer referencia a lo que era la Alcaidía Provincial de Neuquén), donde también nos decían que estábamos equivocadas; ese recorrido lo hicimos como tres veces, en Neuquén y en plena dictadura ya no sabíamos qué más hacer, pero no nos dábamos por vencidas y volvíamos al Comando”. Allí la testigo hizo referencia a que le mostraron un listado con nombres, aunque no pudo recordar de qué, pero entre los que no aparecía su amiga.
“Una vez que volvimos, se apiadó o se cansó y nos dijo que estaba en la cárcel, que fuéramos de parte suya, llegamos volando; nos atendieron ahí y nos dijeron que sí estaba, nos volvió el alma al cuerpo”, relató, una vez más en referencia a la Alcaidía: “entramos, nos hicieron esperar adelante y apareció mi amiga Virginia Recchia en un estado deplorable, la cara hinchada de haber sido golpeada, en un estado miserable, asustada, con hematomas”. A su mamá y a su hija las dejaron pasar a verlas, pero a Bourgin la dejaron en la parte de adelante: “fue así como madre e hija se reencontraron”.
La madre de Recchia volvió a Trelew con su nieta y Bourgin siguió visitando a su amiga casi todos los días: “un día voy a verla y no estaba más, me dijeron que la habían trasladado a Buenos Aires”. A partir de ese momento fue su madre quien se ocupó de viajar a visitarla.
En enero de 1978, Bourgin se fue a vivir a Buenos Aires y por una casualidad se encontró con la mamá de su amiga en una rotisería. Allí se enteró que Recchia estaba por ser liberada y que necesitaba poner un domicilio en esa ciudad, donde tenía que permanecer antes de volver a Trelew, así que ofreció el suyo.
Recchia se quedó en lo de Bourgin menos de 48 horas, luego se instaló en Trelew nuevamente a trabajar como maestra y en el 83 pudo recuperar su empleo previo al secuestro e instalarse en Buenos Aires, donde convivió seis meses con la testigo. “A la mamá le contó cosas íntimas que yo nunca le pregunté por pudor, ella psicológicamente no quedó bien, le costó años de terapia”, relató. “Natalia fue criada en sus primeros años por la abuela, después vino a Buenos Aires a vivir con la mamá, estudió, se recibió, el estado las resarció económicamente, se compró una casita, tiene una hija”, pero nunca pudo volver a ver a su papá, que permanece desaparecido y gracias al pacto de silencio nunca se supo qué hicieron con él.
La testigo cerró su declaración pidiendo “honrar la memoria de Carlos Schedan, aunque sea 45 años después”.
El próximo miércoles 21 se presentarán por videoconferencia como testigas de concepto la antropóloga feminista Rita Segato y la teórica feminista María Sonderëguer, a propuesta de la APDH.
#NiOlvidoNiPerdónNiReconciliación
#FueGenocidio
¡30.000 compañerxs detenidxs desaparecidxs PRESENTES!